domingo, 1 de agosto de 2010

Leche vencida

Balar gratis, cansina, ovejamente,
términos circunscriptos a los trazos
de ese alfabeto inveterado, escaso,
del que nadie está exento: solamente

frenar el colectivo con el brazo,
hurgar el fondo del bolsillo, un peso,
sacar boleto, y entre algún bostezo,
estrangular el caño por si acaso;

sentarse sabe quién dónde se pueda
y, al fin, la incertidumbre, la certeza,
de que ella suba en la parada esa,
la que siempre se va, la que se queda.

La garganta colmada de esa ausencia,
contradicción gastada si las hay,
cuando dobla en la calle Paraguay,
y el arranque inhumano de imprudencia,

lo que se dice huevos propiamente,
bajar el ancho, no escapar al mazo:
hincar los codos, entreabrirse paso
en el lío hormigueante de la gente,

tocar el timbre, respirar el fresco,
mire atrás al bajar, salir rajando,
libre por fin, las venas palpitando;

libre por fin del hado canallesco,
del fastidioso caos de la gente,
del apremio apurado e impaciente;

libre por fin, pero también cautivo,
condenado a esperarla vanamente
en la parada gris de un colectivo.

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