martes, 10 de agosto de 2010

Roedores

Le preparamos la trampa
con precisión de relojes.
De fondo ya las cigarras
cantando las buenas noches.

El piso de parquet desnivelado
apenas, quieto, como el mar en calma.

El espiral fuyí, como una dama
de incandescentes labios y pitando.

El eco de una puerta cada tanto,
insinuándose tímida y lejana.

El rumor de la tele que callada
resplandece un color que va mutando.

Le preparamos la trampa
con precisión de relojes.
El comedor esperando
que den otra vez las doce.

Tomándola de las trenzas
con esa rabia que mata
mi abuelo agarra a la rata
con la tenaza de fierro.
La pinza arranca una punta
del pelo inmundo del bicho,
con un quejido de perro
se duele en aullidos, gruñe
mostrando las muelas juntas
que aprieta como dos tuercas.
Y alzándola por el cuello
con el adentro del puño,
le escupe todo el hocico,
le sella en la trompa un sello
de rojo como un insulto.

Ya no se pueden deshacer los pasos,
y al fin el corazón envuelto en cardos.

De este lado o del otro, da lo mismo,
ya no se puede atravesar la puerta.

Una vez que el umbral está cruzado
ya no se puede atravesar la puerta.

Que de este lado está la rata muerta,
que la infancia está muerta al otro lado.

jueves, 5 de agosto de 2010

Castillo de arena

Bajo carnes rosadas, piel fulera,
cachetes blandos, boca, sucedáneos,
guardás menudo osario, flor de cráneo,
los dientes hasta acá, la calavera.

Te das a la ficción, frente al espejo,
de que estás viendo tu efectiva jeta;
pero, cajita musical, secreta,
la sangre fluye atrás de tu pellejo.

Tu cuerpo es un envase retornable.
La vida es una magia misteriosa:
pisás la araña y ya se vuelve cosa,
un manojo de patas inmutable.

Memento mori: no olvidés, pelado,
que un solo tropezón te deja helado,
mirando los gusanos desde abajo;

vivir es un hilito, y un achís
te vuelve y sin cigüeña hasta París,
y toda construcción se va al carajo.

domingo, 1 de agosto de 2010

Leche vencida

Balar gratis, cansina, ovejamente,
términos circunscriptos a los trazos
de ese alfabeto inveterado, escaso,
del que nadie está exento: solamente

frenar el colectivo con el brazo,
hurgar el fondo del bolsillo, un peso,
sacar boleto, y entre algún bostezo,
estrangular el caño por si acaso;

sentarse sabe quién dónde se pueda
y, al fin, la incertidumbre, la certeza,
de que ella suba en la parada esa,
la que siempre se va, la que se queda.

La garganta colmada de esa ausencia,
contradicción gastada si las hay,
cuando dobla en la calle Paraguay,
y el arranque inhumano de imprudencia,

lo que se dice huevos propiamente,
bajar el ancho, no escapar al mazo:
hincar los codos, entreabrirse paso
en el lío hormigueante de la gente,

tocar el timbre, respirar el fresco,
mire atrás al bajar, salir rajando,
libre por fin, las venas palpitando;

libre por fin del hado canallesco,
del fastidioso caos de la gente,
del apremio apurado e impaciente;

libre por fin, pero también cautivo,
condenado a esperarla vanamente
en la parada gris de un colectivo.